Un acto de humildad
Is 2, 1-5
Sal 121
Mt 8,
5-11
Entrando en Cafarnaúm Jesús
realiza un milagro a distancia; no ve al enfermo, no lo escucha, ni siquiera lo
toca, sólo bastó un acto de humildad de parte del Centurión para conseguir del Maestro lo que
pretendía. Así abrimos el año litúrgico, el Señor nos invita a tomar el lugar
que nos corresponde, pues ser humildes no sólo implica reconocer lo que somos,
sino lo que Dios hace por nosotros y en nosotros.
El Señor Jesús ante la necesidad
que le presentaba el Centurión actúo con prontitud: “iré a sanarlo” (v. 7).
Pero es la respuesta del Capitán lo que provoca la admiración del Señor: “No
merezco que entres en mi casa; solamente da la orden y quedará sano” (v. 8). Nadie
de nosotros es digno de la obra de Dios pero es Él, en su amor, quien nos
dignifica. No somos merecedores, pero si reconocemos la fuerza de su Palabra
podemos experimentar su gracia. Nuestro lugar es este: “No soy digno”; “No lo
merezco”, eres Tú Señor quien lo hace todo y en tu misericordia puedes sanarme.
El requisito es sencillo: tener
fe (v. 10). La fe es aquella virtud, sembrada por nuestro Creador, en nosotros,
que nos capacita a esperar con
paciencia y a creer con esperanza. Si flaqueamos en nuestra fe, sólo hace falta
acercarnos a Quien lo puede todo y lo hace nuevo (cf. Ap 21, 5) y con sencillez de corazón digamos:
“creo en ti, pero aumenta mi fe”.
Cuando se nos presente alguna
necesidad, “subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob, para que
Él nos enseñe sus caminos y andemos por sus sendas” (Is 2, 3), vislumbremos su
presencia y con la humildad consigamos sus milagros. ¡Caminemos a la luz del
Señor!, pues sólo basta su Palabra y todo encontrará su remedio. Un acto de
humildad le arrebata a Dios un milagro.
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