Carlos Agustín Cázares Mtz.,
msp
Hoy, el tema de las reformas parece ser prioridad en
todos los paneles de discusión. Pero muchos solo oímos hablar muy someramente
del contenido de las mismas, esto se debe sencillamente porque poco interés
ponemos en su desarrollo y ejecución. Sin embargo, hemos de considerar que como
cristianos y ciudadanos es nuestro derecho y obligación estar informados y
llevar adelante aquellas iniciativas que busquen siempre el bien común y no el
bien de la parte. Aquí, es urgente precisar que si en verdad queremos un mundo
mejor, una sociedad más justa y equitativa, más respetable y sin violencia, la
reforma que en verdad urge a la sociedad no depende sólo de la
transformación de las
estructuras socioeconómicas,
políticas o religiosas, -mismas que han de estar encaminadas a la promoción de la
dignidad del ser humano-, sino más bien de una renovación interior constate;
aquella que exige renunciar a nuestro caprichos y egoísmos y darnos por
completo según nuestro estado de vida.
La reforma en educación
Nace en el hogar, allí en el
seno familiar donde se cultivan los valores fundamentales. La educación ha de
reformarse según aquello que evoca su misma raíz etimológica: (educere) promover el desarrollo,
pero un desarrollo integral, no sólo académico, sino aquel que abarca toda la
dimensión de la persona. Educar en la familia y enseñar que los valores auténticos
hunden sus raíces en el Evangelio, es instruir con amor y respeto.
La reforma económica
La clave es la austeridad, decir no al consumismo y
aprovechar todos los recursos a nuestro alcance, siempre en su justo valor. Además
tenemos que insistir en los principios básicos del auténtico desarrollo humano:
la solidaridad y el bien común. Estamos seguros que cuando se respeten estos
valores, los recursos económicos serán distribuidos con justicia y equidad. En lo
que atañe a las pequeñas economías familiares es indispensable que se considere
una buena administración de lo que se tiene, es decir, gastar sólo y
exclusivamente en aquello que en verdad es necesario, no dar rienda suelta al
deseo de tener más y más ya que al final de cuentas se puede caer en el hastío
y desesperación.
Una reforma religiosa
Si quisiéramos hablar de una reforma religiosa
tendríamos que decir que ésta exige
coherencia entre lo que se profesa
y lo que de vive. Siempre será mejor dar testimonio que exigirlo. Es adoptar la
actitud del hijo que reconoce su pecado y regresa al Padre que lo ama (cf. Lc
15, 11-32), que se sabe débil pero que se esfuerza en alcanzar la santidad. Es
mostrar el verdadero rostro de Cristo y de su Iglesia en nuestra forma correcta
de vivir.
La reforma del corazón
Esta es la más importante de todas las reformas que podamos pensar o
idear. Es aquella que no está en discusión en ningún parlamento pues se
apuntala en las convicciones personales y en el esfuerzo cotidiano por ser
mejor persona, para ser mejor en sociedad. Es un cambio que depende de quién se lo propone; se origina
en lo más profundo del ser y se desarrolla en sus actos concretos. No podemos
hablar de una auténtica reforma que cambie el curso de una nación sí primero no
purificamos nuestras intenciones: ser más honestos, justos y responsables. El
cambio verdadero no depende de lo que otros nos puedan decir, sino de aquello
que nosotros somos y hacemos en lo ordinario de nuestra vida. Más aún hemos de
puntualizar que los que creemos en Cristo no podemos dejarnos conducir sólo por
principios humanos; debemos volver a Dios constantemente con un corazón abierto
para recibir sus bendiciones (cf. Dt 30, 2-3; Hch 2, 38 ; 3, 19).
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