Carlos A. Cázares Mtz., msp
De un tiempo a fecha hemos
sido testigos de una ola de violencia que aqueja a nuestro pueblo. Los medios
de comunicación nos han hecho saber que los criminales están “organizados” y
someten, a través de la corrupción y el miedo, a muchos de los nuestros. Es
sabido también que los diversos gobiernos han emprendido una lucha encarnizada
para poner un alto a esta situación, sin embargo, siendo sinceros, la realidad
empeora. En este ambiente, no desconocido por todos, podemos comprobar
tristemente que el sabio adagio: «violencia
engendra violencia» se hace
realidad constantemente en nuestro ambiente.
Los ejemplos son claros y evidentes: Un pueblo
entero que ha sido presa de la maldad y el desaliento; cansado de la injusticia
e impunidad, se levanta enardecido y responde a sus agresores con las mismas
“herramientas”. ¡¿A dónde vamos a llegar?!
Tal contexto social nos interpela. Los
cristianos no podemos pensar en soluciones superficiales que acarren sólo más
violencia. Es necesario precisar que la respuesta a tantos males radica en el
interior del ser humano; es allí donde se gestan los más profundos sentimientos
entre el bien y el mal; es en la constitución personal donde se genera el odio
y el rencor pero también donde nace el desarrollo, la justicia y la paz. En
este sentido los obispos de México nos han lanzado una interrogante seria: ¿Qué significa ser cristiano en estas
circunstancias? ¿Qué palabra de
esperanza podemos dar los pastores de la Iglesia? ¿Cómo vencer la
sensación de impotencia que muchos compartimos y al mismo tiempo ofrecer a este
grave problema una solución que se aparte de la sinrazón de la violencia?
Estamos ante un problema que no se solucionará sólo con la aplicación de la
justicia y el derecho, sino fundamentalmente con la conversión. La represión
controla o inhibe temporalmente la violencia, pero nunca la supera (Exhortación Pastoral, Que en Cristo Nuesta paz, México tenga vida
digna, No. 111).
Debemos subrayar
que a nosotros nos toca luchar por la instauración de la paz a través de
nuestra conversión; de la lucha cotidiana con nuestros propios males y pecados
y fomentando una educación en los valores. Hemos de recordar todos los días que
hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios que es Amor (cf. Gn 1, 27; 1Jn 4, 8). No
pretendamos olvidar que por naturaleza tendemos al mal, pero por gracia con
configuramos con el bien. Urge darnos cuenta que la solución al desarrollo está
en nuestras manos cuando nos comprometemos, no sólo a trabajar por cambiar las
«estructuras», sino al adherirnos a
Cristo plenamente para ser personas nuevas llamados a a anunciar la reconciliación
(cf. 2Co 5, 17-18). Para tal fin nos resulta iluminadora aquella expresión del
papa Pablo VI que reza así: «La Paz comienza en el interior de los corazones. En primer lugar hay
que conocer la Paz, reconocerla, desearla, amarla; después la expresaremos y la
grabaremos en la conducta renovada de la humanidad; en su filosofía, en su
sociología, en su política.» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1970.).
Además como autenticos hijos de Dios no podemos
prescindir de la oración; es en el dialogo sincero con nuestro Creador y en su
Palabra donde experimentamos el gozo de la paz. Hagamos el compromiso de acudir
ante el Señor para pedirle que nos dé aquellos que más necesitamos para
establecer la auténtica «revolución del amor»; aquella que nos potencia para ser solidarios, respetuosos, humildes,
pero sobre todo, caritativos, pues en la Caridad nace la paz y de la paz el
desarrollo. Seamos capaces de vivir nuestro cristianismo diciendo no a la
violencia desde nuestro testimonio.
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